-¡MIRA, papá! ¡Bueyes!
Marcelino Sautuola echó atrás la cabeza.
Y a la luz del farol, vio. No eran bueyes. En el techo de la caverna, manos
maestras habían pintado bisontes, ciervos, caballos y jabalíes.
Poco después, Sautuola publicó un folleto
sobre esas pinturas que había encontrado, de la mano de su hija,
en la cueva de Altamira. Eran, según él, obras prehistóricas.
De todas partes acudieron espeleólogos, arqueólogos,
palentólogos, antropólogos: nadie le creyó. Se dijo
que el autor de las pinturas era un artista francés, amigo de Sautuola,
o algún otro chistoso de la vanguardia estética europea.
Después, se supo. Aquellos remotos cazadores del
paleolítico no sólo habían perseguido a los animales.
Por conjuro contra el hambre y contra el miedo, o por el puro y simple
porque sí, también habían perseguido a la belleza
que huía.
Los juegos del tiempo
DIZQUEDICEN QUE había una vez dos amigos
que estaban contemplando un cuadro. La pintura, obra de quién sabe
quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de
cosecha.
Uno de los dos amigos, quién sabe por qué,
tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que
en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el
pelo suelto, llovido sobre los hombros.
Por fin ella le devolvió la mirada, dejó
caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo,
se lo llevó.
El se dejó ir hacia quién sabe dónde,
y con esa mujer pasó las noches y los días, quién
sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de
allí y lo devolvió a la sala donde su amigo seguía
plantado ante el cuadro.
Tan brevísima había sido aquella eternidad
que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se
había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que
en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora,
el pelo atado en la nuca.
"Europa había tenido la gentileza de civilizar el
África negra. Le había roto el mapa y se había tragado sus pedazos; le
había robado el oro, el marfil y los diamantes; le había arrancado a sus
hijos más fuertes y los había vendido en los mercados de esclavos.
Para completar la educación de los negros, Europa les obsequió numerosas invasiones militares de castigo y escarmiento.
A fines del siglo diecinueve, los soldados
británicos llevaron a cabo, en el reino de Benín, una de esas
operaciones pedagógicas. Después de la carnicería, y antes del incendio,
se llevaron el botín. Era la mayor colección de arte africano jamás
reunida: una enorme cantidad de máscaras, esculturas y tallas arrancadas
de los santuarios que les daban vida y amparo.
Esas obras venían de mil años de historia. Su
perturbadora belleza despertó, en Londres, alguna curiosidad y ninguna
admiración. Los frutos del zoológico africano sólo interesaban a los
coleccionistas excéntricos y a los museos dedicados a las costumbres
primitivas. Pero cuando la reina Victoria mandó el botín a remate, el
dinero alcanzó para pagar todos los gastos de su expedición militar.
El arte de Benín financió, así, la devastación del reino donde ese arte había nacido y sido."
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