El texto aprobado en Cádiz fue el origen de un fracaso, pese a la ruptura con el antiguo régimen y con el absolutismo borbónico
Lunes, 19 de marzo del 2012 .MARC CARRILLO. El Periódico
La Constitución de 1812 fue el punto
de partida de un fracaso: el de la imposibilidad de la revolución
liberal en la España del siglo XIX y buena parte del XX. A pesar de la
ruptura que supuso con el antiguo régimen y el absolutismo borbónico, la
vida del texto gaditano fue muy breve. Tanto en su primer periodo de
vigencia hasta 1814, cuando fue derogada por un decreto de aquel nefasto
rey de infausta memoria llamado Fernando VII; como en el segundo, tras
el trienio liberal de 1820 a 1823, que el mismo monarca volvió
derogar, para reinstaurar su poder absoluto y la inquisición en los 10
años posteriores, conocidos como la década ominosa. Con esta
frustrante sucesión de episodios, España veía impedido su intento de
seguir la estela de las revoluciones burguesas de la época: la primera
de todas, la inglesa de 1648-1688; la norteamericana de 1776 y la más
próxima, la francesa de 1789.
La configuración del Estado español
contemporáneo no siguió los referentes históricos citados, sino que toda
la sucesión de textos constitucionales que siguieron al derrumbe del
absolutismo en 1833 no fue otra cosa que la sucesión de intentos
frustrados de construir un régimen liberal, en un proceso histórico en
el que la excepción fue el liberalismo y la regla, los regímenes
autoritarios, los pronunciamientos y dictaduras militares, como
la de Primo de Rivera (1923-30) y la larga noche franquista (1939-75).
La Constitución actual de 1978 y el periodo que con ella se inició ha
roto con esta dinámica histórica, aunque no haya conseguido resolver del
todo el contencioso de la distribución territorial del poder político.
El general Pavía a caballo
El
periodo iniciado en Cádiz, pese a los buenos propósitos, no fue el
frontispicio de una hipotética alternancia entre constituciones
liberales y moderadas en un régimen representativo, sino la historia de
un proceso fracasado, protagonizado por una serie de textos
constitucionales de diversa factura: la Constitución liberal de 1837,
muy influida por la de 1812; las constituciones democráticas de 1869 -la
de la revolución gloriosa del general Prim- y la republicana de
1931 por un lado. Y por otro, las constituciones del moderantismo
reaccionario de 1845 y de 1876, que restauró la monarquía alfonsina,
tras el fracaso del proyecto federal de la primera República de 1873-74,
cuando las cortes quedaron disueltas a lomos del caballo del general
Pavía entrando en el Congreso, que no sería el único supuesto de
intromisión de un militar en sede parlamentaria.
A pesar de ello,
en Cádiz aparece un texto constitucional en buena parte comprometido
con la libertad de los modernos e influido por la Constitución francesa
de 1791, heredera de la revolución. Fue una Constitución basada en tres
principios: soberanía nacional, división de poderes y representación
política. El poder dejaba de residir en el rey para pasar a la nación, a
quien correspondía la potestad exclusiva de aprobar leyes, lo que
suponía una ruptura con el pasado absolutista. Un cambio de inflexión
constitucional que se complementaba con el reconocimiento de la
distribución funcional del poder, a través de las cortes que hacían las
leyes, el Gobierno del rey que las ejecutaba y los tribunales que
resolvían los conflictos. Y todo ello a partir de una representación que
rompía con el modelo estamental del antiguo régimen basado en la
representación del clero, la nobleza y la burguesía, para pasar a otro
fundamentado en el sufragio indirecto -de cuatro grados o niveles-, en
el que los diputados elegidos representaban a la nación, aunque en
proceso electoral quedaban excluidos amplios sectores de la población:
mujeres, pobres, analfabetos, negros, indios, criollos.
La libertad de imprenta
La
Constitución de 1812, aun no disponiendo de una carta de derechos y
libertades, reconocía alguno de los derechos y libertades básicos, como
la libertad de imprenta. No obstante, la modernidad iniciada en Cádiz
tenía límites infranqueables que la distanciaban del referente francés.
El ejemplo más ilustrativo era su negación de la libertad religiosa y la
confesionalidad del Estado: «La religión de la Nación española es y
será perpetuamente la católica, apostólica y romana, como única y
verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el
ejercicio de cualquier otra» (artículo 12). Era evidente que la
influencia de los afrancesados y liberales presentes en la isla de León
en 1810 era, en este sentido, muy limitada. Un ejemplo, el de la
religión, que pone de manifiesto algunos elementos de continuidad entre
el antiguo régimen y el nuevo tiempo que se pretendía iniciar, a través
de una Constitución para los españoles de ambos hemisferios: los de la
península y también los de Cuba, Filipinas, las dos Floridas, Yucatán,
Perú, Chile, etcétera. Tras la independencia de las colonias americanas,
la Constitución de Cádiz fue un referente liberal, con mayor
incidencia, incluso, que en la península.
Marc Carrillo. Catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra
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