El Valor de la Amistad. "La Ceremonia".
Texto de Eduardo Galeano de su Libro
"Bocas del tiempo".
¡¡Que grande eres Eduardo Galeano!!
Eduardo Germán María Hughes Galeano (Montevideo, 3 de septiembre de 1940), conocido como Eduardo Galeano.
"La amistad no la rompe ni la emigración ni el exilio"
LA CEREMONIA
El Chato llevaba muchos años detrás de aquel mostrador. Servía bebidas, a veces las
inventaba. Callaba, a veces escuchaba. Conocía las costumbres y las manías de cada uno de los
clientes que venían, noche tras noche, a mojar la garganta.
Había un hombre que llegaba siempre a la misma hora, a las ocho en punto de cada noche,
y pedía dos copas de vino blanco seco. Pedía las dos a la vez y las bebía él solo, un sorbo de una
copa, un sorbo de la otra. Muy lentamente, en silencio, el hombre vaciaba sus dos copas, pagaba
y se marchaba.
El Chato tenía la costumbre de no preguntar. Pero una noche el hombre le leyó alguna
curiosidad en los ojos; y como quien no quiere la cosa, contó. Dijo que su amigo más amigo, su
amigo de siempre, se había ido. Harto de correr la liebre, se había ido muy lejos del Uruguay, y
ahora estaba en Canadá.
–Allá le va muy bien –dijo.
Y después dijo:
–No sé si le va muy bien.
Y se calló la boca.
Desde que su amigo se había ido, los dos se encontraban cada noche, a las ocho en punto,
hora de Montevideo, él en este bar de aquí y su amigo en un bar de allá, y bebían úna copa
juntos.
Y así pasó el tiempo, noche tras noche.
Hasta que una vez el hombre llegó con la puntualidad de siempre pero pidió una sola copa.
Y bebió, lento, callado, quizás un poco más lento y callado que de costumbre, hasta la última gota
de esa única copa.
Y cuando pagó la cuenta y se levantó para marcharse, el Chato hizo lo que nunca: lo tocó.
Estiró el brazo sobre el mostrador y lo tocó:
–Mi pésame
–dijo.
inventaba. Callaba, a veces escuchaba. Conocía las costumbres y las manías de cada uno de los
clientes que venían, noche tras noche, a mojar la garganta.
Había un hombre que llegaba siempre a la misma hora, a las ocho en punto de cada noche,
y pedía dos copas de vino blanco seco. Pedía las dos a la vez y las bebía él solo, un sorbo de una
copa, un sorbo de la otra. Muy lentamente, en silencio, el hombre vaciaba sus dos copas, pagaba
y se marchaba.
El Chato tenía la costumbre de no preguntar. Pero una noche el hombre le leyó alguna
curiosidad en los ojos; y como quien no quiere la cosa, contó. Dijo que su amigo más amigo, su
amigo de siempre, se había ido. Harto de correr la liebre, se había ido muy lejos del Uruguay, y
ahora estaba en Canadá.
–Allá le va muy bien –dijo.
Y después dijo:
–No sé si le va muy bien.
Y se calló la boca.
Desde que su amigo se había ido, los dos se encontraban cada noche, a las ocho en punto,
hora de Montevideo, él en este bar de aquí y su amigo en un bar de allá, y bebían úna copa
juntos.
Y así pasó el tiempo, noche tras noche.
Hasta que una vez el hombre llegó con la puntualidad de siempre pero pidió una sola copa.
Y bebió, lento, callado, quizás un poco más lento y callado que de costumbre, hasta la última gota
de esa única copa.
Y cuando pagó la cuenta y se levantó para marcharse, el Chato hizo lo que nunca: lo tocó.
Estiró el brazo sobre el mostrador y lo tocó:
–Mi pésame
–dijo.
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